Noche de invierno en la que los árboles estaban tupidos de una brumosa
nieve, ella encendió su chimenea abarrotada de leños. Se notaba el espesor
del humo mientras se iba consumiendo la recién cortada madera y el ambiente
comenzaba a entrar en calor.
Se puso su mejor vestido, tacones altos y boca pintada del tono más
enrojecido de sus labiales mientras su acompañante la espera impacientemente en
la sala con una copa de vino tinto. Bajó sensualmente las escaleras, levantando
su vestido, dejando notar su pantorrilla cubierta por sus pantis medias negras.
Se posó perpleja frente a él; iba enseñando un poco de su hombro, los tirantes
del vestido caían horizontalmente, llegaban ya justamente diez centímetros más
abajo del omóplato (Cálculo que cualquier ingeniero daría) Su sostén de encajes
casi se podía notar; un sostén de blondas negras que hacía desesperar al
seducido hombre sentado al frente, esperando tener el sujetador en sus manos y
ya por fin desprenderlo, soltó la otra tira del vestido un poco más arrugado,
los canutillos brillaban con la luz de las velas que vacilaban las llamas
oscilando al compás del viento que se colaban en la ventana. Volaban las gotas
de sudor de cada uno, sudor que caía desde la frente del caballero y se
deslizaba por las orejas; descendían hasta llegar al suelo. Las velas dejaban
notar una pequeña aureola marrón, era el pezón de aquella dama, que ya había
soltado el sujetador. Con una mirada putona, firmemente seductora dejó caer
completamente su vestido mostrando su sexo en un acto indisoluble para el
caballero, que solo la deseaba sin ponerle un dedo encima, esperando introducir
su índice y anular en su pubis, humedecerlos y sentir el calor emergente de
aquella oquedad oscura y penetrable entre sus piernas abiertas completamente como
un paraguas. Descorchó una botella de champangne la agitó
dejando desbordar la espuma sobre su pecho, se sentó sobre él dejando que lo
tocase su desnudez abrazándolo con la coyuntura arraigada de su esternón. La
silla rechinaba, resbalaba en el piso empapado de sudor. Ella giró
su torso 180º grados, mostrando su espalda y colocando la mano del excitado
hombre en sus senos, bajándolos por su abdomen, en un recorrido hasta llegar a
su vagina. Frotó sus dedos con su clítoris con mayor y menor intensidad,
gimiendo sin opresión, sin importar que el escándalo de sus gritos quebrantara
cualquier silencio que poseyera a los vecinos. Tomó entre sus manos el miembro
erecto del compañero introduciendo ágilmente en su pudor mientras
venían estos pensamientos a su cabeza:
«Tan pronto atraviese el umbral todo
habrá terminado nuevamente.
Volveré a recuperar
mi moral antes perdida frente a la lujuria y la ambición
que habrán quedado en esta
habitación.
En la mañana seré nuevamente la
mujer de las faldas largas, que contiene la diversidad y las penas nocturnas. Tendré lo que tanto he querido. »
Sentado lleno de placer, él gimió, fue un gemido
relinchante, quizá un grito agudo, ensordecedor, como aquel que sufría
dulcemente el néctar de su condena, desencadenando de su interior un fluvial
río blanquecino que desbordaba su cauce y recorría sus piernas, cerrando un
ciclo que culminó la invernal noche y quedó plasmado en el diario de una
secretaria con dos vidas, y una nota que al final decía:
«Gracias a esta y a otras noches de
placer conseguí mi esperado aumento de sueldo y el ascenso que con gran
esfuerzo he merecido durante todo este tiempo.»